HISTORIA
DE LAS IDEAS POLÍTICAS ll
DISCIPLINA SOCIALES CONECTADA A OTRAS RAMAS.
Existe un conjunto de Tecnologías
sociales, a veces llamadas impropiamente «ciencias sociales aplicadas»,5 que hacen un uso
importante de desarrollos de las ciencias sociales propiamente dichas y de
otras tecnologías sociales, para tratar de
ordenar o mejorar procesos organizativos o enseñanza; estas disciplinas
científicas utilizan el conocimiento de las ciencias sociales, y desarrollan
conocimiento propio, para esto utilizan el método científico; es decir su
conocimiento es científico, desarrollan conocimiento científico, pero no es
ciencia, ya que el fin que persiguen es aplicarlo a la realidad por medio de
la Técnica y
no por el conocimiento en sí mismo:
·
Derecho
La relación de estas
disciplinas con las ciencias sociales es similar a la que existe entre la ingeniería o Medicina y
las ciencias naturales. Si bien la ingeniería
hace uso de métodos objetivos y puede servirse de experimentación guiada por el
método científico, su objetivo primordial no es adquirir nuevos conocimientos o
investigar problemas científicos, sino encontrar la mejor manera de aprovechar
principios y conocimientos científicos para resolver problemas prácticos
DISCIPLINAS
TECNICAS.-
Estas disciplinas son eminentemente técnicas o
profesionales, pueden ser científicas, es decir basadas en ciencias y tecnologías.
Entre la ciencia y la filosofía. -
Las
ciencias sociales buscan, desde sus inicios, llegar a una etapa verdaderamente
científica, logrando cierta independencia respecto del método prevaleciente en
la filosofía. En esta coexisten posturas opuestas respecto de algún aspecto de
la realidad, mientras que en las ciencias exactas, ello no es posible. De ahí
que las ramas humanistas de la ciencia deberían tratar de imitar, al menos en
este aspecto, a las ciencias exactas. William
James expresaba, a finales del siglo XIX: «Una serie de meros
hechos, pequeños diálogos y altercados sobre opiniones; parcas clasificaciones
y generalizaciones en un plano meramente descriptivo….pero ni una sola ley como
la que nos proporciona la física; ni una sola proposición de la cual pueda deducirse
casualmente consecuencia alguna…. Esto no es ciencia, es solamente un proyecto
de ciencia».
Recordemos
que toda ciencia debe establecer
descripciones objetivas basadas en aspectos observables, y por tanto
verificables, de la realidad. Las leyes que la han de constituir consistirán en
vínculos causales existentes entre las variables intervinientes en la
descripción. Además, el conocimiento deberá estar organizado en una forma axiomática,
en forma similar a la ética establecida
por Baruch de
Spinoza. Tal tipo de organización no garantiza la veracidad de
una descripción, sino que constituirá un requisito necesario para que las
ciencias sociales adquieran el carácter científico que tanto se busca.
Mario Bunge escribió: «De los
investigadores científicos se espera que se guíen por el método
científico, que se reduce a la siguiente sucesión de pasos:
conocimiento previo, problema, candidato a la solución (hipótesis, diseño
experimental o técnica), prueba, evaluación del candidato, revisión final de
uno u otro candidato a la solución, examinando el procedimiento, el
conocimiento previo e incluso el problema».
«La
verificación de las proposiciones consiste en someterlas a prueba para
comprobar su coherencia y su verdad, la que a menudo resulta ser solo
aproximada. Esa prueba puede ser conceptual, empírica o ambas cosas. Ningún
elemento, excepto las convenciones y las fórmulas matemáticas, se considera
exento de las pruebas empíricas. Tampoco hay ciencia alguna sin éstas, o
ninguna en que estén ausentes la búsqueda y la utilización de pautas».
«Según
lo estimo, la descripción sumaria antes mencionada es válida para todas las
ciencias, independientemente de las diferencias de objetos, técnicas especiales
o grados de progreso. Se ajusta a las ciencias sociales como la sociología, lo mismo que a las
ciencias biosociales como la psicología o a la antropología, y a las naturales
como la biología.
Si una disciplina no emplea el método científico o si no busca o utiliza
regularidades, es protocientífica, no científica o pseudocientífica».
La antropología
cultural, es la rama de la antropología que
centra su estudio en el conocimiento del ser
humano por medio de su cultura, es decir, costumbres, mitos, creencias, normas y valores que
guían y estandarizan su comportamiento como miembro de un grupo social.
Guarda una diferencia con
la antropología social, no sólo por su origen ( la
antropología cultural nace en los
Estados Unidos mientras que la social en la Gran Bretaña) sino también en las
diferencias en su orientación epistemológica, pues la antropología cultural
hace énfasis en la cultura mientras que la antropología social hace énfasis en
la sociedad.
La etnografía(descripción
de una cultura) y la etnología (comparación entre culturas)
serían dos momentos o etapas de la misma investigación antropológica que
terminaría en una síntesis que terminaría generando teoría de la cultura
Los seres
humanos, como animales
sociales, viven en grupos más o menos organizados, las sociedades humanas. Sus miembros comparten
formas de comportamiento que, tomadas en
conjunto, constituyen su cultura.
La concepción dominante
en Occidente hasta
el siglo
XIX distinguía entre sociedades superiores
y sociedades inferiores, esta clasificación estaba basada en el concepto
de evolución aplicado
al conjunto de las sociedades humanas agrupándolas en etapas jerárquicas:
Salvajismo, Barbarie y Civilización.
Así los estados de salvajismo (salvajes)
y barbarie (bárbaros),
eran aplicado a los pueblos periféricos que se consideraban primitivos —antes
del desarrollo de la antropología científica se consideraba que vivían en
"estado de naturaleza"—. La
antropología cultural en un primer momento (la escuela evolucionista) estuvo de
acuerdo con esta concepción jerárquica, con el tiempo a partir de un cambio de
paradigma en la investigación de las culturas humanas, la antropología cultural
dio un giro a sus postulados y en la actualidad sostiene, siguiendo el paradigma del relativismo cultural, que no existen
pueblos intrínsecamente superiores e inferiores y que buena parte de las
experiencias y conceptos considerados naturales o biológicamente
dados son en realidad construcciones culturales que
comprenden las reglas según las cuales se clasifica la experiencia, se
reproduce esta clasificación en sistemas simbólicos y
se conserva y difunde esta clasificación.
En la actualidad el
antropólogo cultural estudia todas las culturas, ya sean de sociedades tribales
o de naciones civilizadas complejas. Examina todos los tipos de conducta,
racional o irracional. Considera todos los aspectos de una cultura, incluidos
los recursos técnicos y económicos utilizados frente al medio natural, los
modos de relación con otros hombres o las especiales experiencias religiosas y
artísticas. No solo se estudian las actividades correspondientes a los diversos
aspectos, sino que revisten especial interés sus relaciones recíprocas, por
ejemplo, la relación entre la estructura de la familia y las fuerzas económicas
o entre las prácticas religiosas y las agrupaciones sociales.
En
relación a la Historia de las Ideas en sentido amplio o general, la más acotada
Historia de las Ideas Políticas goza de una concreción del objeto mucho más
precisa; pues aunque, ciertamente, éste no deje de suscitar discusión, por
ejemplo, en cuanto a su verdadera naturaleza o al alcance de sus
manifestaciones, lo político representa algo más nítido y determinado en sus
contenidos. No se tratará aquí de esbozar una definición de lo 'político' por
lo bien sabido de las complejidades propias de tal intento, que no parece
estrictamente necesario abordar para el objeto de estas consideraciones.
Bastará con la indicación de que con política o con lo político se hace
referencia a la noción de cuño aristotélico (y en cierto modo parsonsiano)
referida al conjunto de mecanismos y comportamientos regulares que actúan en el
control y conciliación de los diversos intereses existentes en el seno de una
comunidad mediante la intervención de una fuerza coactiva legitimada; el
espacio que se intercala entre el concierto y la avenencia armónica y
espontánea y la imposición por la nuda fuerza. El terreno de la transacción y
la persuasión; de la resolución o neutralización de conflictos y de la pugna de
intereses, abierta o latente. Desde luego, ver la cuestión de este modo no
supone, no tiene que suponer al menos, interpretar la práctica política en
términos irenistas; casi es ocioso decir que si hay que buscar la conciliación
es porque ha existido previo desacuerdo y por lo tanto "la política versa
sobre el desacuerdo y el conflicto"1 . Esta concepción que atiende de modo
preferente al equilibrio y la conciliación no es, evidentemente, la única
posible, y experiencias históricas tan políticas como el estalinismo en sus
distintas formas o la Gleichshaltung podrían llevar a sostener interpretaciones
muy distintas. Pero aun en esos casos la eliminación sistemática y violenta de
intereses opuestos o discrepantes puede ser, en la práctica, una exigencia no
sólo de convicción o ideológica sino de la necesidad de equilibrar internamente
y políticamente los intereses encontrados de los grupos que disponen de la
capacidad de excluir a sus rivales. De igual modo, la política es también, y
fundamentalmente, una relación de obligación, de mando y obediencia. "La
esencia de lo político" se centra ante todo para algunos tratadistas,
junto a la existencia de enemigo ante el que actuar, en la cuestión del poder o
el mando: "cualquier política implica necesariamente el hecho de mandar y
el de obedecer", "mando y obediencia hacen que exista la
política" 2 . Abundar en la cuestión no parece necesario ahora, y hacerlo
obligaría necesariamente a enredarse en esas complejidades suyas que se
trataban de evitar. En última instancia, y sin olvidar la necesidad de un
concepto categorial de lo político3 en el estudio de las ideas o del
pensamiento político para lo que no son suficientes las definiciones
simplificadoras y tautológicas, podría ser bastante la explicación aquí
apuntada. Partiendo de ello se puede adelantar una definición de Historia de
las Ideas Políticas que no busca tampoco más que proporcionar una noción
general y aproximada como punto de partida para una indagación más meticulosa.
Así, podría decirse que se trata de la parcela de los estudios históricos que
se ocupa de la evolución en el tiempo de los contenidos adoptados por la
reflexión sobre la actividad política bien categorial o filosófica, bien
científica, así como por el discurso político y las representaciones
ideológicas. Surgida en gran parte de la Filosofía Política y de la Historia
Política, la Historia de las Ideas Políticas es, sin embargo, algo más y
distinto de la ordenación cronológica y la determinación de las conexiones en
el tiempo de esa forma de indagación. Es decir, la Historia de las Ideas
Políticas cuenta con su método y su objeto propios, confirmándose así como una
rama científica diferenciada. En segundo término, en este desbroce inicial, se
incluyen dentro del ámbito propio de la Historia de las Ideas Políticas no sólo
las exposiciones formales y sistemáticas, sino también el discurso político
global y las representaciones ideológicas. No se trata de dos elementos
independientes, de dos unidades de una misma serie pero diferenciadas, sino de
dos manifestaciones de la ideación política conectadas e íntimamente unidas.
Las ideas políticas sistemáticamente elaboradas en moldes filosóficos pueden,
simplificadas y distorsionadas a veces en forma extrema, sustentar las 4
concepciones políticas de sectores amplios de una sociedad. Herman Heller4 se
valió de una imagen que ilustra bien esta vertiente de la cuestión, al
presentar las ideas políticas en una estructura piramidal: nítidas, bien
construidas y lógicamente coherentes, por lo general, en la cúspide de los
pensadores o las pequeñas minorías intelectuales; con merma de precisión y
desplazamiento del rigor por la emocionalidad en la base de su apoyo social.
Una cuestión, en suma, que ha sido objeto de preocupación para todos los
historiadores de las ideas que hayan sido verdaderamente historiadores. Se
trata ahora de reconocer que el pensamiento político no queda reducido y
encerrado en los textos y en las obras de los autores más o menos canónicos,
sino que trasluce en la totalidad del discurso, o mejor, en todo discurso
cualquiera que sea su forma, con toda su carga de imágenes y símbolos
históricamente determinados y que son de uso común en una sociedad dada. Pero,
además, una historia de las ideas políticas abstractizante, de puras unidades
mentales sería sencillamente ilusoria. Aun en la acepción de la disciplina más
próxima a este enfoque, la de la Historia de las Ideas Políticas como Historia
de la Filosofía Política, sus cultivadores propenden a destacar sus vínculos
con la realidad social en la que surgen y circulan esas ideas: "Toda la
filosofía política depende de la realidad política de su época y, al propio
tiempo, influye sobre la misma, configurándola; está hecha por la historia y, a
su vez, hace la filosofía política a la historia y actúa sobre ella (...). No
es posible un conocimiento de la filosofía política sin tener en cuenta el
trasfondo político del que surge" 5 . No mucho después de que se
escribieran las anteriores líneas, en las celebradas conferencias de Harvard en
1958, Oakeshott, otro bien acreditado filósofo político, subrayaba la
imbricación del historiador del pensamiento político con el "contexto de
condiciones" como requisito para hacer inteligible ese pensamiento6 . Por
su parte, Leo Strauss7 al diferenciar ideas políticas de filosofía política
(algo que se va a abordar aquí inmediatamente y para lo que esta reflexión
sirve de prólogo) escribe que mientras la filosofía política es una
construcción rigurosa volcada en la búsqueda de certezas sobre los fundamentos
de la política, las ideas son nociones, comentarios, especulaciones, opiniones
y, en suma, cualquier forma de expresión del pensamiento en relación con lo
político o con sus principios; formulación excesivamente abierta y por tanto
poco válida pero que apunta en la misma dirección de la variedad no textual en
la que también se manifiestan las ideas políticas. Hay, sin embargo, dos
componentes de esa realidad que, prima facie, pueden excluirse del campo de
atención de la Historia de las Ideas Políticas, que no hallará en ellos su
objeto preferente y que sólo los traerá a colación como elementos accesorios y
complementarios de su asunto central. Se trata, por una parte, de las formas no
explícitas sino latentes, no discursivas sino actitudinales, colectivas aunque
puedan señalarse los orígenes de algunas de sus facetas en un autor o autores
determinados; en suma lo que suele denominarse mentalidad, en este caso
política. El otro de esos factores que no cabe, en principio, tomar como objeto
básico es lo que se podría designar de una forma muy amplia "literatura
política", entendiendo por tal las obras literarias de ficción -novela,
drama, poesía- aun con contenido y fondo explícitamente político. Desde luego
la cuestión no es simple ni admite tampoco una posición tajante en la medida en
que ideas o pensamiento político y literatura corren estrechamente unidos a
todo lo largo de la cultura occidental. Incluso se podría argumentar que el
género utópico es buena síntesis de una y otra cosa, creación literaria e ideas
políticas. No es sólo la fantasía lo que determina la creación literaria en
sentido estricto ni su ausencia lo que cataloga un texto como exposición de
ideas políticas. Ciertas utopías o distopías son prueba de lo inestable de la
distinción desde este punto de vista. Pero lo que no falta en las obras de
estos autores es trama, argumento y acción con sucesión de hechos y peripecias
que llevan de una situación inicial a un desenlace. Hay también personajes que
son caracteres y que expresan emociones tanto como ideas y con los que el lector
puede identificarse o a los que puede aborrecer. Hay por último el esmero o la
intencionalidad estética que no es impropia, naturalmente, del escritor
político pero que para el literato tiene otro y fundamental valor. El escritor
propiamente utópico, al estilo de Moro, fábula sólo para exponer un programa.
En su obra no hay argumento ni trama ni sus personajes son otra cosa que
esquemas o encarnaciones de actitudes políticas e instituciones. No hay en la
práctica grandes dificultades para deslindar los géneros; el problema puede
estar más bien en obras como La nueva Eloisa, por somera que sea su trama, 5 o
en la novelística rusa de la época zarista, cuando las ideas políticas habían
de recurrir a los más insólitos disfraces para sortear la censura. O en la
novelística política de nuestro siglo: Malraux, Golding, Koestler, incluso
Sartre y Camus. La distinción se puede centrar en la falta de originalidad
política de estos autores; cualquiera de los citados es sin discusión escritor
de talento y profundo en su forma de abordar los problemas pero no son
realmente innovadores en el campo de las ideas políticas. Las que ellos llevan
a sus obras son ideas en torno a problemas políticos (y en su caso sociales o
simplemente morales) ya planteados por otros. Su contribución puede ser del
mayor interés para precisarlos y sobre todo para ponerlos en conocimiento de
lectores que habitualmente no abrirían un tomo de filosofía política,
presentándolos además con una proximidad y una hondura emocional que no es
corriente en las exposiciones del pensamiento político troqueladas en hormas
filosóficas. En este sentido pueden ser considerados brillantes exponentes del
"segundo escalón" de difusión del pensamiento, escalón sobre cuya
fundamental importancia para la dinámica intelectual han insistido tantos
estudiosos de la historia de las ideas. Conviene, pues, tratar de precisar qué
debe entenderse propiamente por "ideas políticas", o de las posibles
acepciones cuál será la que aquí se adopte. Y eso implica, en primer lugar, un
problema de precisión terminológica, que es en el fondo un problema conceptual
para establecer el significado exacto de una gama de términos que actúan en el
lenguaje corriente, y también el académico -hasta en la nomenclatura de planes
de estudio y dotaciones docentes-, como intercambiables e incluso sinónimos,
tales como "teoría política", "filosofía política",
"doctrinas políticas", "pensamiento político", por supuesto
"ideas políticas". Quizá la zona en la que el deslinde es más
asequible, aunque no sencillo, es la que se centra en torno a la Filosofía
política, una vertiente en la cual, junto a la en su momento llamada filosofía
moral y ciertos enfoques de la filosofía jurídica, tuvo la Historia de las
Ideas Políticas uno de sus iniciales puntos de partida. De hecho, la historia
de las ideas políticas se entendió, o cuanto menos se denominó, por algunos de
sus primeros cultivadores como historia de la filosofía política; tal fue, por
ejemplo, el caso de William Graham8 o el de Paul Janet9 . Es cierto que pudiera
pensarse que el enfoque del autor francés estaba determinado por el pie forzado
de la convocatoria académica a la que presentó la primera versión de su obra en
1848. Aquel año, en efecto, la Academia de Ciencias Morales y Políticas convocó
un concurso de memorias, que Janet ganó, con el siguiente tema:"Comparar
la filosofía moral y política de Platón y Aristóteles con las doctrinas de los
filósofos modernos más célebres sobre esas mismas materias", a fin de
establecer la verdad o falsedad, lo eterno y transitorio de los diferentes
sistemas. No obstante, tanto por su formación filosófica como por el horizonte
intelectual en el que se movió siempre, Janet10 difícilmente hubiera podido
desarrollar otro enfoque. Para él filosofía política es la ciencia del Estado,
de su naturaleza, sus leyes, sus formas principales, y además estrechamente
relacionada durante siglos con la filosofía moral, de forma que el
desgajamiento de ambas no se produciría hasta Maquiavelo, con quien la moral
queda sacrificada a la política y se abre una etapa completamente nueva en el
desarrollo de la filosofía política11. No obstante, el sentido propio de esta
disciplina ha sido distinto, con una esfera de problemas propios en la búsqueda
de respuesta a las más generales cuestiones y valores que integran el mundo
político, con los dos inacabables del poder y la justicia en primer término. Se
trata, en última esencia, de la dimensión que bien puede llamarse ontológica de
la reflexión política, y en tal sentido la Filosofía Política se entiende mejor
desde la reflexión estrictamente filosófica, desde las categorías y supuestos
que permiten hablar de sistemas idealistas o de cualquier otro tipo. No
obstante, y hay sobre ello un extendido acuerdo, la Filosofía Política en
cuanto tal, como una indagación de esencias, como búsqueda de principios, rara
vez ha sido fiel a sí misma. O dicho de forma menos retórica: la Filosofía
Política ha oscilado siempre entre la condición de búsqueda de saber o medio de
conocimiento según la etimología del sustantivo, y la de presupuesto de la
acción política, como repositorio teórico para la intervención en la realidad
del uso del poder12. La estrecha conexión con la moral que Janet subrayaba
sugiere su inclinación pragmática, su inveterada disposición a manejar valores,
jerarquizarlos y prescribir unos proscribiendo otros. Para algún autor,
incluso, lo peculiar y característico de la Filosofía Política serían su
"propósito decididamente preceptivo" 13, con lo que ello ya 6 tiene
de aplicación y acto, resolviendo por la vía del ejercicio la cuestión teórica
de su naturaleza. En otros términos, la filosofía política es, como expusiera
uno de sus más constantes cultivadores de este siglo "una forma de
filosofía práctica" 14; práctica en cuanto se relaciona con el ejercicio
del poder y tiende a expresar no sólo cómo y por qué se ejerce o configura de
una forma determinada sino, casi de manera inexorable, qué hay de viciado en
ello y cómo rectificarlo. La cuestión, sin embargo, no parece que quede
resuelta nunca, y voces recientes insisten en que la filosofía política
"no tiene el derecho ni el deber de anunciar a los hombres lo que les
incumbe hacer. Su tarea es mucho más modesta. Consiste en escrutar
incansablemente nuestras intuiciones espontáneas respecto de lo que, en nuestra
sociedad, es bueno y malo, admirable e intolerable y en esforzarse simplemente
por darle una formulación que sea clara, coherente, sistemática" 15.
Probablemente como consecuencia de todo ello, la Filosofía Política ha sido un
saber muy limitadamente acumulativo derivando no pocas veces en una exposición
de predilecciones cuidadosamente articulada; algo que se apoya tanto, al menos,
en deseos y sentimientos como en razones verificables. Y también por ello,
quizá, la Filosofía Política haya experimentado una crisis tan honda en los
últimos decenios. Hacia mediados de siglo, y especialmente en los medios
anglosajones fue casi un lugar común celebrar sus funerales y entonar su
obituario o anunciarle nueva y mejor vida con más voluntad que convicción. Si
en 1958 Watkins todavía se preguntaba si la disciplina vivía16 (pregunta que
casi en seguida volvía a hacer Berlin respecto a su pariente próxima la Teoría
Política)17, Laslett se había adelantado a ambos y en 1956 la había dado por
muerta18. En su opinión los filósofos de la política se habían quedado sin
material al haberse hecho cargo de él los sociólogos, y en particular los
sociólogos marxistas, con lo que la descripción sociológica y el determinismo
habían sustituido a la práctica tradicional del análisis filosófico. Pero
también los propios filósofos estaban por aquellos años en plena crisis de
identidad ante las exigencias del positivismo lógico que, de la mano de
Russell, Witgenstein, Ayer o Ryle, les llevaba a reexaminar su material lógico y
lingüístico con efectos demoledores. Uno de los más directos resultados de ello
fue el cuestionamiento del status lógico de la filosofía moral, toda vez que
los sistemas éticos tradicionales resultaban a la luz del nuevo método de
indagación esencialmente incoherentes. En tanto la Filosofía Moral y la
Filosofía Política eran básicamente construcciones normativas, propuestas
axiológicas, resultaban inverificables, sólo expresión de actitudes y
predilecciones del filósofo19. Eso supuesto, era razonable la conclusión de
Laslett: "la cuestión ha llegado a si la filosofía política es posible en
absoluto". En efecto, la consecuencia era el carácter falso o engañoso, o
como ha tendido a decirse más sonoramente, espurio, de los problemas que
ocuparon a los filósofos y pensadores políticos del pasado. A la luz del
adecuado análisis lingüístico esos problemas, problemas de asertos
inverificables, se resolvían como puras confusiones de conceptos y mala
aplicación de los términos. A esa liquidación es a la que respondería Plamenatz
argumentando que si no cabía dejar de reconocer los errores y equívocos, lo
fallido del método no debía significar que lo que con él quería haberse hecho
fuera inútil e innecesario. Lo único que quedaba demostrado era que la
Filosofía Política implicaba una tarea intelectual de mayor complejidad20. Su
fe en la Filosofía Política y en su lugar irremplazable en las sociedades
complejas y problemáticas se vería recompensada en la década siguiente, además
de por el declive del positivismo lógico, con la aparición de los libros de
Rawls y Nozick en 1971 y 1974, respectivamente, y el auge de publicaciones como
Ethics (subtitulado, como se recordará, "Journal of Social, Political and
Legal Philosophy"). Pero no es éste el aspecto de la cuestión que ahora
interesa. Volviendo al momento en el que Laslett le levantaba acta de
defunción, a la Filosofía Política se le abrían dos posibilidades. O pasar a
ser una rama de la filosofía de la ciencia, como reflexión metacientífica de la
ciencia política cuyo primer problema sería el esclarecimiento del discurso
político en su construcción argumental y en su terminología, depurándolo de
todo lo que fuera descriptivo y empírico21 o, convirtiéndose en reflexión sobre
la reflexión y discurso sobre el discurso, pasar a hacer de su propia historia
el objeto. Lo primero, investigar el lenguaje del pensamiento
filosófico-político, estaba ya en marcha en cierta manera por obra del propio
Plamenatz, al menos desde 1938 fecha de la primera edición de Consent, Freedom
and political Obligation, y tendría su aportación más representativa en
Weldon22. La segunda posibilidad, reducir la filosofía política a reexamen de
su propia historia o, más bien, la del pensamiento político, es la 7 que en
cierta medida adoptó el mismo Laslett al convertirse en editor y estudioso de
Locke cuyos Two Treatises of Government publicó en 1965. Pero no era tampoco
una vía inédita. De hecho por ella discurría una buena parte de la Historia de
las Ideas Políticas al uso, y quizá especialmente en Alemania (recuérdese el
libro y los trabajos de Holstein antes de 1950) y con ella entronca uno de los
más conocidos filósofos políticos de la década de 1960, Leo Strauss. Éste
insiste en diferenciar Filosofía Política de historia de la filosofía política,
entendida como un instrumento propedéutico y auxiliar de la primera23. Pero él
mismo no deja de acusar su formación de historiador de la Filosofía (del
pensamiento medieval judío en su caso) y su entrada en el terreno de la
Filosofía Política por la puerta de la Historia de las Ideas Políticas con un
libro absolutamente convencional en esta disciplina aparecido a raíz de su
exilio24, al mismo tiempo que su convencimiento del declive de la moderna
filosofía política desde una situación de brillantez y calidad anterior parece
llevarle a la historia en busca de la exactitud y la penetración perdidas.
(Como expone Wood, "Toda su carrera estuvo dedicada a trabajar.... a fin
de recobrar lo que él creía que era la verdad pura y racional del pensamiento
clásico")25. Sin duda, y aunque discutible, eso puede ser un procedimiento
legítimo desde la historia de la Filosofía Política; otra cosa es extenderlo al
ámbito más extenso y diferenciado de la Historia de las Ideas Políticas. Sin
que deba, pues, haber confusión entre una y otra tomando la historia de la
Filosofía Política como una dimensión o nivel26 de la Historia de las Ideas
Políticas -el que se refiere a la reflexión sistemática y formal sobre las
respuestas más generales a los principios y las cuestiones también más generales
de la vida política-, su utilidad es evidente; la Filosofía Política aporta a
la historia de las ideas apoyos metodológicos para estimar el refinamiento de
los conceptos y calibrar la hondura de los argumentos por los que se interesa.
No siempre resulta fácil señalar los límites entre Filosofía Política y Teoría
Política, especialmente en una de las acepciones de esta última especialidad.
La dualidad de significados que encierra la expresión 'teoría política'
complica, en efecto, el precisar su alcance, pues por un lado se vincula al
intento de dar una arquitectura científica a las disciplinas sociales entre
ellas la política, mientras que también puede entenderse como sistematización
de principios y razones para legitimar una ordenación socio-política
determinada. Así, la posición académica o como mera práctica intelectual de la
teoría política ha conocido situaciones de postergación similares a las que
antes se señalaban en relación con la Filosofía Política. En 1958 Robert Dahl
era categórico al respecto: la teoría política estaba muerta en el mundo
angloparlante, prisionera en los países comunistas, moribunda por doquiera27.
En la terminología anglosajona, o más concretamente norteamericana, de la
primera mitad de siglo la teoría política cubría un campo explicativo relativo
a las instituciones políticas: la teoría del Estado, de los sistemas
representativos, etc, en un sentido muy próximo al utilizado en países europeos
como Francia, España o Italia donde la teoría política se ocupaba de esas cuestiones
pero con una doble orientación, puramente expositiva o descriptiva, por una
parte, y normativa por otra, con lo que en realidad venía a confundirse
frecuentemente con la Filosofía Política. En los Estados Unidos, a comienzos de
siglo, y con el desarrollo de una ciencia política empírica, la Teoría Política
tuvo que asumir una doble y excluyente condición: o bien la de dimensión
teórica de la Ciencia Política, como nivel de la explicación general del
análisis empírico, o bien adscribirse, dentro también del campo general de la
Ciencia Política, un área específica caracterizada por su enfoque histórico, de
forma que coincidía plenamente con el estudio de la Historia de las Ideas
Políticas. La obra de Dunning desde 1902 y hasta su muerte veinte años más
tarde y continuada por Sabine representa esa orientación caracterizada por una
insistencia especial en el desarrollo de las ideas democráticas. Algo más
adelante habrá que referirse expresamente a este autor y su contribución a la
génesis de la Historia de las Ideas Políticas; baste por ahora señalar que él
no aceptó que su especialidad fuese un mero campo subordinado de la Ciencia
Política y entendía que la historia de la Teoría Política debía incluir muchas
cuestiones que estarían fuera de lugar en una historia de la ciencia
política28. De cualquier manera, la tradición norteamericana -y en general
cualquier otra- fue claramente indecisa y estuvo lejos de adoptar un criterio
estable tanto sobre el contenido concreto de esta dimensión diacrónica de la teoría
política como sobre qué denom 8 testimonio de ello es, en los títulos de sus
libros tan sólo, la actitud de Ch.E. Merriam. Un primer trabajo, de 1900, se
refirió a la historia de la teoría de la soberanía desde Rousseau;
inmediatamente después, en 1903, resumió la evolución de las teorías políticas,
y una versión más elaborada de esta obra, de 1920, se tituló "Las ideas
políticas americanas" -subtitulándolo "estudios sobre la evolución
del pensamiento político"-, y a continuación, en la historia del pensamiento
político contemporáneo que editó con H.E. Bernes en 1924 volvió a preferir la
denominación teoría política. No parece necesario ilustrar como esta misma
irresolución se producía por aquellas fechas, y aún otras muy posteriores, en
los ámbitos académicos de los distintos países europeos. En este orden de cosas
la diferenciación entre historia de la Teoría Política e Historia de las Ideas
Políticas, si no es una mera cuestión terminológica, quedaría señalada por el
papel central que en la primera juegan las instituciones, o más bien el Estado,
como eje articulador de la historia de la reflexión política, mientras la
Historia de las Ideas Políticas dará cabida a otros aspectos de mayor
extensión, o los considerará de igual interés que los institucionales adoptando
para su estudio los recursos metodológicos pertinentes que, en principio, sería
menos frecuente encontrar en el cultivo histórico de la Teoría Política, basado
preferentemente en un análisis de orientación más formalizadora. La
denominación 'doctrinas políticas' tiene, como es sabido, preferente arraigo en
la tradición italiana. En efecto, los distintos manuales escolares publicados
en los años de 1920 y 1930 incluyen sistemáticamente esa denominación en sus
títulos; así, A. Ravá con su Compendio di storia delle dottrine politiche,
1933; BoenioBrocchieri, Trattato di storia delle dottrine politiche, 1934;
Felice Battaglia, Lineamenti di storia delle dottrine politiche, 1936, o el
mismo Mosca, que denominó sencillamente la segunda edición de su manual Storia
delle dottrine politiche, 1937. De ahí pasó en cierto momento a la terminología
española, o se impuso en ella, merced a la traducción de esta última por Legaz
(1941) y los resúmenes de Juan Beneyto (Introducción a la historia de las
doctrinas políticas, 1947; Historia de las doctrinas políticas, 1948). Parece
plausible que esta uniformidad denominativa propia de la literatura italiana
estuviera relacionada con la nomenclatura oficial de programas y cursos
universitarios (los primeros cursos regulares sobre esta materia se dictaron en
los años treinta)29, habida cuenta de la orientación básicamente didáctica de
esas obras30. Pero es en todo caso una cuestión menor; lo que merece comentario
es el hecho de que esta variante terminológica introduce un factor de
ambigüedad adicional dadas las connotaciones de la palabra
"doctrina/s", y no meramente porque como sugiere Testoni induzca la
idea de sistematicidad frente a la más abierta de reflexión (por lo que
considera preferible la expresión "pensamiento político"), sino
porque a la sistematicidad, que sería propia también de la filosofía y de la
teoría, 'doctrina' añade prescripción; no sólo por la intrínseca coherencia y
certeza del pensamiento sistematizado sino por una cierta sanción externa al
contenido del mismo, y sugiere incluso la pertinencia de una instancia canónica
que verifique y valide su acomodación a las exigencias doctrinales, en un
sistema cerrado, en el cual difícilmente caben las innovaciones y mucho menos
cuando impliquen la revisión sustancial de los fundamentos que la sostienen. Es
decir, en la noción misma de "doctrina" late la referencia a un
corpus de convicciones, de explicaciones normativizadas y cerradas
interpretativas de una realidad, siéndole inherente un sentido y una finalidad
pedagógica o persuasiva basada en una autoridad. Esa autoridad puede derivar de
una potestad específica (la doctrina católica, fundada en la revelación, sería
el ejemplo más gráfico), o de la razón o de la certidumbre proporcionada por un
conocimiento contrastado y verificable, admitido científicamente, de hechos
sociales, políticos como sería el caso, o económicos. Pues, ciertamente, el
origen próximo de la expresión y la idea misma de "doctrinas
políticas" no puede ser extraño a la análoga de "doctrinas
económicas" que expresaba no sólo determinadas formas de entender los
hechos económicos, sino igualmente una nítida intención prescriptiva sobre como
tratarlos de forma más eficaz y provechosa. En última instancia doctrina
implica la forma de interpretar rectamente cuestiones opinables y objeto de
controversia, y en ese sentido no carece de alcance polémico. Esta 9 dimensión
parece especialmente clara atendiendo a ciertos usos de la expresión en Francia
anteriores a su implantación italiana. En efecto, en 1896 la cámara francesa
aprobó un crédito especial para la dotación de una cátedra de "Historia de
las doctrinas políticas" cuya finalidad, tanto o más que hacer avanzar y
transmitir el conocimiento sería desarrollar argumentos sólidos para que los
jóvenes estudiantes y la sociedad en general pudieran rebatir convenientemente
el socialismo y todas las "falsas teorías políticas" 31. Es, pues,
una elocuente contraposición de doctrina [cierta] y de teorías [falsas]. Al
margen de esta orientación propiamente ideológica ex novo, la denominación
tomaría carta de naturaleza cuando el preconizado titular de la cátedra, Henry
Michel, se apresuró a publicar un resumen de los contenidos de la materia cuya
enseñanza esperaba que se le confiase32 . La diferencia entre "ideas
políticas" y "Pensamiento Político" pudiera parecer más
artificiosa pero tiene, desde luego, un sentido sustancial en la tradición
académica española que no necesita ser explanado aquí hasta el final. La
distinción pudiera ser parcial y originariamente efecto de la denominación y
ordenación administrativo-académica pero desde ella cobra cuerpo una diferencia
de contenidos por la práctica docente de los profesores Díez del Corral y
Maravall. Este último apuntó de modo tan fácil como evidente lo que es algo más
que una diferencia de hecho. Decía, en efecto, que la Historia de las Ideas,
aun en cualquiera de sus problemas parciales o de sus figuras, se proyecta en
una dimensión universal, mientras la Historia del Pensamiento "participa
en el conocimiento de situaciones concretas, lleva siempre consigo una
limitación: a un pueblo o a cualquier otro círculo histórico que puede tomarse
como objeto de la labor historiográfica" 33. Por tomar una referencia
ajena al ámbito español, y que cabe esperar que el autor citado aprobaría, es
adecuado y responde al concepto de pensamiento político que se está aquí
sosteniendo el libro de Salvatorelli Il pensiero politico in Italia dal 1700 al
1870, 1935, por ser reflejo de un uso propio de la bibliografía académica italiana
que tendía a reservar la expresión precisamente a aquellos productos de la
actividad intelectualpolítica con concreta localización espacial e histórica en
su propia tradición. Supone, pues, una precisa concentración del ámbito de
interés, una delimitación espacial y de tradición cultural que permite también
ahondar y complementar la tarea general de la Historia de las Ideas. En esta
disciplina será objeto de interés el concepto de derechos del hombre, o de
contrato social, por valernos de ejemplos bien sencillos; de sus formulaciones
teóricas primeras y más acabadas, de los supuestos sobre la naturaleza humana
que subyacen en la construcción de esas ideas y en general de su trasfondo
metafísico, de su progresiva depuración y precisión, etc. La Historia del
Pensamiento analizaría la incorporación de esos conceptos que se expanden por
la Europa moderna a las respectivas tradiciones culturales, señalando las
modulaciones particulares que tales tradiciones puedan suponerles, la forma en
que los tratan autores de alcance específicamente, o casi exclusivamente, local
o nacional y el modo en que esas ideas se integran para caracterizar el
pensamiento político de una época y un lugar concretos. Este nivel de estudio
más localizado permite, con detenimiento cuya prolijidad no es por lo común
asequible a la Historia de las Ideas, seguirlas en su difusión por el tejido
social y político, indagar su articulación con las fuerzas políticas y los
movimientos sociales, y en último extremo acercarse más al nivel de las mentalidades
y si hace al caso de la cultura popular. No es por tanto sólo una cuestión de
dimensiones, de la amplitud o estrechez del marco en el que se inserta el
análisis, sino del uso más sistemático y elaborado de unas herramientas
comunes: la Historia de la Filosofía y la Teoría Política en un caso, de la
Historia Política y Social o de los Movimientos Sociales en otro. Pero hay que
decir que el cultivador de uno y otro campo se vale de los mismos instrumentos,
de las mismas fuentes y que en ningún supuesto se puede entender su trabajo
como independiente y distante. Admitido esto, otras distinciones parecen de
menor alcance. Entre nosotros se ha sostenido que las ideas políticas son
"contenidos mentales de la acción política" ampliamente compartidos
en una sociedad, elementos, junto con ideas de otra índole y creencias, de la
mentalidad; mientras el pensamiento es estructura articulada de conceptos
manejado por "un número mucho más reducido de inteligencias"; en
otros términos, las ideas serían pensamientos extensamente divulgados y, hay
que suponer, simplificados34. Es una distinción que en cierto modo contradice
la que acaba de quedar expuesta y no muy depurada conceptualmente. Desde otro
punto de vista, 10 Berki ha abogado por la conveniencia de hablar de Historia
del Pensamiento Político y no de Historia de las Ideas Políticas,
"supuesto que el uso del sublime término 'idea' podría sugerir de forma
acusada la existencia de objetos naturales" apareciendo y desapareciendo
en el curso de la historia35, riesgo craso de idealismo que parece más bien
remoto y que refleja algún vestigio lovejoyano. No estará de más concluir estas
consideraciones insistiendo en que la Historia de las Ideas Políticas es en
toda su extensión una disciplina histórica. Su orientación última es conocer e
interpretar una faceta de la experiencia humana pretérita y no debe haber
confusión alguna respecto a la autonomía intelectual y de hecho que eso
implica. Que su objeto sea la política no puede dar pie a concebirla como una
disciplina integrada, con una relación subordinada o ancilar, en una
pan-ciencia política omnicomprensiva, servida además por la historia tout court
como ciencia auxiliar (eso es lo que, literalmente, pretende entre otros
Hacker: "history is no more than a technique for the political scientist:
it should be a handmaiden")36. Las dimensiones y las formas de
conocimiento de lo político son muy varias y no todas necesariamente reducibles
a una única variante analítica. Ciertamente, en la medida en la que la Historia
de las Ideas Políticas esclarece el proceso en cuya virtud se configuraron las
formas de estudio de la realidad política, el modo en que se refinaron sus
instrumentos analíticos y sus categorías y se perfilaron sus problemas, su
relación con la Ciencia Política es evidente e importante. Pero es algo
distinto y más amplio que una introducción ilustrativa, e incluso meramente
erudita, a los contenidos actuales de esa disciplina. La Historia de las Ideas
Políticas se extiende al estudio de todo el contexto intelectual en el que se
formularon cada una de las concretas ideaciones políticas, y esa es una tarea
específicamente historiográfica para la que se demandan técnicas de trabajo y
formas de enfocar los problemas que sólo el historiador maneja adecuadamente en
razón de su formación. Invirtiendo el ritornelo con el que Hacker ameniza el
examen de los diferentes enfoques de estudio de la historia de las ideas (la
expresión "that is history but not politics" en distintas variantes),
se puede decir que proceder de otro modo será, quién sabe, Ciencia Política,
pero no Historia de las Ideas Políticas. * * * Es un hecho la primacía del
autor individual como foco analítico en la práctica de la Historia de las Ideas
Políticas. El estudio es, básicamente, el estudio de la producción intelectual
o teórica, plasmada en obras escritas, de una serie no muy amplia de
pensadores. El trabajo típico en esta disciplina es la monografía sobre un
autor, o por mejor decir las ideas de este autor: su génesis, contenidos,
repercusiones... Las obras de carácter general se estructuran sobre la sucesión
de autores a lo largo del tiempo. El enfoque centrado en la discusión de
conceptos o problemas concretos (como el de la propiedad, el de la libertad, el
de la soberanía, cuestiones como la teoría del contrato social o cualquier
otra), desarrollados a lo largo de un cierto período de tiempo y recorriendo la
forma en que la tratan una pluralidad de autores, sin ser desconocido es
claramente menos habitual. No se trata sólo de práctica establecida por la
costumbre, aunque haya mucho de eso, sino que tampoco faltan razones para
preferir aquella forma de proceder frente a la segunda. Ésta, en efecto,
entraña el riesgo de presentar los problemas de forma intemporal y estática,
como cuestiones de perennidad independiente de las circunstancias históricas
que en tantos aspectos las determinan, o contemplar esas circunstancias como
equívoca accidentalidad. No poco de su significado intelectual, e incluso la
totalidad del mismo, puede perderse si se abstrae una idea política del
contexto que le dio forma en un momento concreto. Es, en suma, el aventurado
criterio esencialista que tampoco puede dejar de aparecer en la organización
del material de estudio en torno a autores37. No caben muchas variantes entre una
fórmula y otra; cualquiera posible acaba en última instancia reducida a una de
las dos anteriores. Sirva de ejemplo una historia del pensamiento político de
alguna celebridad en su momento, la que en 1939 editó y en buena parte redactó
J.P. Mayer38. Su estructura al servicio de una tesis central sobre la
interpretación del pensamiento europeo ante ciertas realidades políticas del
momento que 11 a él personalmente tanto habían llegado a afectarle, se basa en
la organización del material en tradiciones nacionales -como variantes de un
fondo común europeo- y cuando eso no deriva a ensayismo generalizador sólo toma
cuerpo en torno a una pléyade de autores. Este universo de autores es, como
queda apuntado, relativamente reducido, compuesto por una serie de nombres
conceptuados como "clásicos" o maestros del pensamiento político. El
índice de cualquier historia general de las ideas políticas dará la nómina más
o menos convencional de estos clásicos con una engañosa naturalidad, pues hay
en ello al menos dos cuestiones que merecen algún examen: por un lado qué debe
entenderse por clásico en la historia de las ideas políticas, y por otro cómo
se ha establecido la serie canónica de los clásicos, una serie en la que tal
vez estén todos los que son pero en la que probablemente no estén todos los que
debieran ser clásicos. Dada la estructuración de la materia en torno a la
figura y obra de los clásicos indagar las líneas generales de la formación del
canon que estos autores componen será en muy buena parte seguir la 'historia
[de la formación] de la historia' de las ideas políticas como disciplina. Vale
la pena aproximarse a ello. Es difícil fijar el criterio que determina o
determinó en su momento la catalogación de un autor (y en su caso de un
escritor o un artista) como clásico. Desde luego es dudoso que exista uno
universal y objetivo y ha habido pautas distintas a lo largo del tiempo, lo
cual ha influido en la variedad de significados del mismo término en distintas
lenguas. En todas ellas hay sin embargo una acepción dominante, equivalente a
'excelencia', derivada del término latino del que procede etimológicamente la
palabra: classicus, es decir, perteneciente a la primera de las cinco
categorías sociales de la antigua Roma, la de aquellos ciudadanos de mayor
rango y de la más alta calidad, quienes como tales actuaban de testigos cuando
se otorgaba testamento (de ahí la expresión acuñada classicus testis);
aquellos, en suma que coronaban la segmentación de rangos en cuya base estaba
el proletarius. Con la decadencia de la literatura característica del período
de los Antoninos, a mediados del siglo II a.C., al declinar la originalidad e
imponerse el arcaísmo y la imitación, surgiría la otra connotación universal de
clásico como 'modelo': autor desaparecido que sirve como ejemplo o pauta para
quienes aspiran a la perfección en el cultivo del arte. (Así se encuentra la
expresión Classicus scriptor, por ejemplo en las Noches Aticas de Aulo Gellio,
c.160)39. Los distintos clasicismos de la historia del pensamiento y las artes
no harían sino consagrar esa doble vertiente -excelencia y ejemplo- que la
etimología descubre en la idea de "clásico", introduciendo y
acentuando un matiz más, el de aceptabilidad o validación. Sólo lo clásico,
desde las perspectivas clasicistas, es aceptable y valido, y por eso el
criterio de clásico, quién lo es y por qué, resulta controvertible y vacío
desde otros supuestos intelectuales o estéticos distintos a los del clasicismo
de que se trate. El relativismo y el cosmopolitismo de la cultura contemporánea
ha acentuado la crisis y la incertidumbre en torno a la idea de
"clásico", ya latente desde el romanticismo, dando lugar a dos
posiciones encontradas con más o menos crispación: la de quienes niegan la
equivalencia de toda tradición cultural y sostienen la superioridad o más honda
significación de la Occidental, la basada en la confluencia de lo helénico y lo
judeo-cristiano, y la de quienes viendo en esa tradición una más, consideran la
exaltación de sus clásicos etnocentrismo frente a las otras e incluso
discriminación frente a los que en esa propia cultura han sido tradicionalmente
inferiores o diferentes; reverencia o sacralización adversus iconoclastia. Es
lo que Bromwich ha llamado "cultura del asentimiento" y "cultura
del recelo" (culture of assent, culture of suspicion) 40. La
relativización de los criterios culturales desvirtúa, por tanto, la
interpretación tradicional de lo clásico: modelo y excelencia pero sólo para
algunos. Si se trata de no abandonar la idea misma es forzoso darle otro contenido,
otra significación. No es suficiente para ello lo que pudiera ser una actitud
algo ingenua ya apuntada por Sainte-Beuve en una de sus Causseries du Lundi,
correspondiente a Octubre de 1850: "Qu'est-ce qu'un classique?" al
definirlo como aquél autor que haya contribuido al enriquecimiento del espíritu
humano, pues no parece fácil establecer el acuerdo sobre cuál es el espíritu
humano y qué lo enriquece41. Ni tampoco son de demasiada utilidad, por lo menos
más allá del ámbito de la literatura, concreciones como las que en torno a la
12 misma pregunta ("¿qué es un clásico?") hizo Eliot un siglo después
(en 1944): autores que reflejan en su estilo la madurez de la sociedad y de su
lengua, que muestran capacidad para expresar todo cuanto es posible significar
entre los hablantes de la lengua que usan, que tienen espíritu y sentido
universal42. Cándido sería también tomar por clásico lo antiguo o, tal vez
mejor, lo antiguo por clásico; las incertidumbres son bien patentes: ¿Cuánta
antigüedad mínima es necesaria?, y ni siquiera hacer lo antiguo 'tradicional'
cambiaría las cosas. Ya Maravall llamó la atención sobre la diversidad de
situaciones que pueden caber en la noción de tradicional en relación al
pensamiento político, de forma que "decir 'los clásicos políticos' es no
decir nada" 43. Sin embargo, el criterio de la temporalidad no sólo no es
desdeñable sin más, sino que encierra la clave de un entendimiento de los
clásicos y lo clásico que pueda eludir su incierta situación en la pluralidad y
el relativismo culturales. Clásico es lo que el tiempo marca; no porque el
tiempo "consagre", sino porque el tiempo lo determina al hacerlo
objeto de interpretaciones, paráfrasis, reelaboraciones, aclaraciones,
traducciones, impugnaciones. Clásico no es, pues, el objeto en sí sino la
historia que a él se vincula; no sólo un producto personal o en su caso una
personalidad, sino un producto cultural colectivo, elaborado en el tiempo. En
pocas palabras: clásico es el autor o el libro frente al cual no cabe una
lectura ingenua o "directa", un acercamiento incauto, sino que en
poco o mucho esa lectura está mediada por la noticia previa, por la inserción
en un específico nicho intelectual ya caracterizado: período, corriente,
ideología... Aun consciente de que hay en esta interpretación algo de circulo
vicioso (autor o libro clásico es aquel que resulta relevante en un segmento
cultural, que es relevante porque de él forma parte el autor o el libro
clásicos) parece adecuada para lo que aquí se intenta. Nadie puede discutir el
clasicismo, lo imposible del acercamiento ingenuo a Marsilio, Maquiavelo, Mill
o Bonald por citar nombres tan distintos como significativos. Lo cierto es que
en la historia de las ideas políticas el canon o catálogo de las figuras de
mayor renombre es peculiarmente estable tanto en cuáles son las incluidas como
en la jerarquía entre ellas. Aunque algo de eso pueda haber, la cuestión
encierra más complejidad de la que apunta Levin (Levin, 1973; 462) al insinuar
que su fundamento básico es la rutina44; que los que transmiten la historia de
las ideas políticas prefieren hacer pocos esfuerzos de originalidad y
contentarse con enseñar lo que se les enseñó. Por el contrario, todo estudioso
de la materia tiene nociones claras, aunque sea implícitas, de por qué están en
el canon los autores que están y no pueden dejar de estar en él. Si bien la
cuestión no ha sido demasiado estudiada45, no faltan pautas aplicables para
conceptuar a un pensador político como clásico. De un modo simplificador pero
operativo cabría aludir a los siguientes criterios: (i) Calidad; concepto un
tanto esquivo y no siempre de absoluta evidencia pero que probablemente pierde
parte de su subjetividad si por ello se entiende la coherencia argumental y
fuerza de convicción en la presentación de los razonamientos y argumentos. Es
decir, la capacidad lógica o, más en general, filosófica en la estructuración
de las ideas. A esta noción básica se pueden añadir otras no tan fáciles de
objetivar: la relevancia del fondo, es decir su significado en términos de
validez universal o meramente circunstancial, y la perfección formal, esto es,
expositiva o literaria. La calidad estética no puede ser un factor prioritario
en la historia de las ideas políticas pero tampoco un criterio desdeñable.
Congruencia argumentativa, significación profunda y perfección formal
constituyen, por consiguiente, una base desde la que enjuiciar la calidad de un
pensador político. (ii) Originalidad; tanto Sanderson como Levin incluyen este
criterio como significativo para considerar a un pensador político como
clásico, pero uno y otro señalan lo igualmente relativo del mismo. La
naturaleza del objeto es tal que dificulta la absoluta originalidad en cuanto a
capacidad de innovación o de tratamiento. Algún autor ha destacado incluso el mínimo
relieve que la originalidad tiene en la historia del pensamiento político,
sosteniendo que sólo "un cambio de énfasis, el reajuste de un viejo punto
de vista a una nueva situación es, por regla general, lo que de original hay en
las figuras claves de la historia de la teoría política" 46. Parece haber
acuerdo sobre este extremo de la originalidad relativa. Para Levin lo que
enaltece la significación de un teórico no es tanto la novedad de sus ideas
como la forma en las que las combina, dispone o expone (p. 464); Sanderson, aun
declarándose convencido de que la 13 originalidad es característica de ciertos
autores, concede también que lo dominante, y hay que suponer que suficiente, es
lo que llama la "originalidad sincrética" nacida de la amalgama en un
único conjunto de elementos diversos tomados de otros autores (p. 45). Levin
desarrolla extensamente esta idea de forma que no deja de parecer extrema
valiéndose del caso de Locke y los Two Treatises of Government. Aduciendo las
reservas críticas de una larga serie de estudiosos (Dunn, Laslett, Macpherson,
Plamenatz, inter alii) que dan base para calificar esa obra como escasamente
singular y novedosa, conceptualmente débil y terminológicamente ambigua, Levin
concluye que la fama de la misma se explica porque su autor tuvo la buena
fortuna de expresar razonablemente y en el momento justo, es decir, cuando las
circunstancias eran particularmente propicias para su aceptación, ideas que
eran lugares comunes (p. 466, 468-469). La explicación parece algo extremada,
pues con ella se tiende a hacer de los pensadores políticos, incluidos los
clásicos, meros intérpretes de la ideas que están en el ambiente de su época
sin que su aportación vaya mucho más allá que el darles la articulación
conveniente. Lejos de ello, la significación de los clásicos, que naturalmente
responden a las ideas de su momento incluso para negarlas, es encontrar
explicaciones o argumentaciones y formas de expresión propias, es decir,
inusitadas y peculiares, para la discusión política. Como se ha dicho
reiteradamente el pensamiento político tiene mucho de discurso, porque la
política también lo tiene, y en ese sentido la originalidad del autor estará
vinculada a su capacidad para innovar en ese discurso. (iii) Autoridad e
influencia; no es ésta tampoco una noción evidente en sí misma, por cuanto el
aprecio que la posteridad pueda mostrar hacia un autor dependerá de factores
diversos y en gran parte extrínsecos a él y a la valía de su obra, que pudieran
tener que ver, por ejemplo, con el curso de la historia política y, sobre todo,
con la continuidad de las tradiciones, aspecto éste que se considerará en su
momento. De todas maneras, el aprecio durable es ya de por sí y con
independencia de las razones que lo motiven un criterio que otorga relevancia a
un autor y aconseja su estudio particular por el historiador de las ideas. En
definitiva lo que hace estimable a un pensador y le incorpora sin reservas al
canon magistral es su capacidad para trascender su época sin dejar de ser
representativo de ella. Tampoco a esta interpretación le falta su contrapunto
esencialista por parte de autores que reclaman la condición de clásico para
escritores que no son representativos de su época ni de ninguna concreta, sino
por exponentes de unas siempre indeterminadas "calidades y características
eternas" 47 . Se apuntaba hace un momento que la formación del canon de la
historia de las ideas políticas se confunde en buena parte con la historia de
la disciplina. Sintetizar ese proceso no está exento de dificultades, no ya de
orden práctico, sino de alguna ciertamente compleja de criterio. En el prólogo
a un libro de muy desigual desarrollo Collini, Winch y Burrow advierten del
riesgo principal, la teleología retrospectiva, el construir el proceso de
delante hacia atrás, del hoy al pasado, desgranando una sucesión de
"precursores" de la situación presente48 . En términos algo
solanescos describen la "procesión habitual de dignatarios",
"ataviados con sus galas filosóficas" y "portando estandartes"
en los que se leen los nombres de esotéricas doctrinas y escuelas (p. 19). La
caricatura es, qué duda cabe, una forma de acercamiento a la realidad pero,
posiblemente, no de las que más ayuden a comprenderla a fondo. Lo que más
interés reviste de esta procesión imaginaria son los espectadores, aquellos
contemporáneos cultos que, señalan con acierto los autores, echarían a faltar
en el cortejo a muchas de las notabilidades en su tiempo tenidas por eminencias
de los estudios sociales o de la economía política y que no forman en la comitiva.
Expresado sin metáforas, la constucción del canon está amenazada de incurrir en
reduccionismo al tomar de un autor aquella parte de su producción que se ajuste
con más exactitud a lo que hoy se entiende por política y olvidando otras
vertientes de su producción relacionadas con la vida social, la reflexión
económica y los principios morales que para el autor y su época formaban un
todo unitario y coherente con la dimensión más estrictamente política del
pensamiento y que sólo la especialización académica posterior ha llegado a
desarticular en dominios diferenciados. Por volver nuevamente a Locke como
ejemplo, si su obra filosófica tiene un carácter adicional en la exposición de
su pensamiento político es realmente inexplicable la escasa, prácticamente
nula, atención que sus ideas económicas han merecido siendo muchas 14 las
páginas que dedicó a esas cuestiones49. Del mismo modo, es sistemático el
olvido de aquellas partes de la producción de los clásicos que se apartan del
discurso racional. Pudiera ser que tan asépticos como artificiosos deslindes
resulten lícitos en la historia de la filosofía y de la teoría políticas en
donde, como decía Strauss, se trata de encontrar sólo auténtico saber y no
opiniones. Pero aun en la búsqueda del "auténtico saber", o aunque
sólo sea del saber, la historia de las ideas políticas no puede, en la
delimitación de sus dominios clásicos, ser de estricta precisión y olvidar las
zonas de tangencia con otras ciencias hoy diferenciadas o autónomas. Ejemplos
que poca ilustración necesitan son la historia del pensamiento económico o del
sociológico. Si Aron podía incluir a Tocqueville entre las etapas del
pensamiento sociológico era sobre la base de que ayer como hoy "la
frontière est mal tracèe entre ces deux disciplines"50 . Tomando nota,
pues, de la reserva de Collini y sus coautores, pero con conciencia,
igualmente, de lo dificultoso de eludir sistemática y eficazmente el
reduccionismo teleologista, cabe hacer una somera síntesis de la configuración
de la historia de las ideas y de sus contenidos en cuanto al canon de autores
sobre el que quedaría articulada. De manera esquemática se pueden distinguir
tres corrientes que, en la segunda mitad del siglo XIX, fueron trazando las
líneas generales con las que la disciplina tomaría cuerpo en la centuria
siguiente. La tradición francesa adoptó un enfoque de carácter
filosófico-moral, atestiguado no ya sólo por la obra de Janet arriba citada,
escrita hacia 1848 y publicada diez años después, sino por la anterior de A.J.
Matter: Histoire des doctrines morales et politiques des trois derniers
siécles, 1836. (Un punto de inflexión en esa línea, aunque durante mucho tiempo
aislado, sería la aparición en 1858 de la obra de E. De Beauverger, Tableau
historique des progrés de la philosophie politique). Los autores incluidos por
Janet, y a los que frecuentemente trata por separado como moralistas y como
pensadores políticos se extienden de la Antigüedad griega al siglo XVIII, de
Sócrates a Kant, Helvecio y Wolf. En ese extenso catálogo las referencias
fundamentales, puesto que se presentan como piezas básicas en la armazón del
conjunto, son Platón con Aristóteles como complemento y contraste, Santo Tomás
y su "escuela" en la que como figura destacada aparece Egidio Romano,
y en tercer lugar Maquiavelo, también como cabeza de escuela (Guicciardini,
Scioppius, Justus Lipsius (para él Juste-Lipse), Fra Paolo, Gabriel Naudé) e
indirectamente como inspirador de otra de refutadores (Innocent Gentillet,
Possevin, Bossio y Rivadeneyra). Estos autores, con otros tratados menos
extensamente pero que en conjunto constituyen un completo panorama de la Edad
Media (San Agustín, Boecio, Isidoro de Sevilla, Hugo de San Victor, Juan de
Salisbury, Hugo de Florencia, Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, Dante, San Buenaventura,
Ockan, Marsilio de Padua...) ocupan el tomo primero de la obra, es decir, su
mitad en extensión. Pero el siglo XVI, tanto desde el punto de vista de la
filosofía moral como del de la política (que el autor divide en católica y
protestante, con nombres como Lutero, Calvino o Hubert Languet de un lado, y
Suárez, Mariana y Boucher de otro), ocupa la mayor parte del tomo segundo,
donde también se analiza lo que denomina "política filosófica" del
siglo XVI representada por Bodino, Michel de l'Hôpital, Moro y Campanella. En
suma, tres cuartas partes de esta obra general se consagran a períodos y
autores previos al siglo XVII. Esta centuria queda representada por Hobbes,
Spinosa, Malebranche, Grocio y Puffendorf y el siglo XVIII encuentra un
tratamiento más amplio con dos figuras de engarce con el precedente, Locke y
Boussuet tratados en pie de igualdad, y una extensa parte central organizada en
torno a Montesquieu con sus predecesores (el abate Saint-Pierre, el marqués
d'Argenson) y su "escuela": Beccaria, Filangeri, Blackstone,
Ferguson. Voltaire y Rousseau merecen tratamiento particular compartiendo
capítulo, y Kant cierra, según ya se dijo, la obra. En suma, con Janet quedan
establecidas algunas constantes: la tendencia a tratar detenidamente los períodos
clásico y medieval con detrimento de los más recientes, y el papel central de
las figuras de Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Maquiavelo y Montesquieu. Hay,
sin embargo, en su estructura un evidente desajuste en la ponderación del valor
de un cierto número de autores y de la atención y el espacio que se les
concede. Apenas tiene justificación, de no ser por el esquema interpretativo de
base de Janet -una filosofía política con moral, la de Platón; otra sin ella,
la de Maquiavelo-, la inclusión de autores de muy discutible 15 mérito como
Passerin o Bossio. De igual modo hay una desconcertante elasticidad de criterio
que permite dar cabida a autores y obras que difícilmente podrían considerarse
tratadistas de política. Finalmente, el víncul 16 Entwicklung der
Naturreschtlichen Staatstheorien, 1880), sin embargo su interés para la
historia de las ideas derivaría de algún aspecto parcial de su gran obra, Das
deutsche Genossenchatsrecht cuya primera aparición, avalada por Mommsen, data
del 1868 y había sido el año anterior su disertación en los ejercicios de
acceso al profesorado universitario. A ese primer tomo siguieron otros en 1873
y 1881 en los que desarrolla su concepción de las corporaciones como personas
colectivas; pero especialmente en el tercer volumen (Die Staats- und
Korporationslehre des Alterthumus und des Mittelalters und ihre Aufnahme in
Deutschland) se extendió sobre las teorías y doctrinas que las diferentes
escuelas medievales desarrollaron en torno a la Iglesia y el Estado. Lo
sistemático y amplio de esta parte de su trabajo permitió su publicación
separada en inglés, en 1900, por William Maitland bajo el título Political
Theories of the Middle Age54 . En el caso inglés y norteamericano (que será
lícito considerar una sola tradición en aquella primera fase) el desarrollo de
la historia de las ideas políticas como disciplina estuvo más claramente
impulsado desde la ciencia política y su consagración como materia
independiente resultó también más temprana; en efecto, entre 1926 y 1928 se creó
y dotó una primera cátedra en Cambridge y poco después, por influencia de
Ernest Barker, se introducía un examen específico de Historia del Pensamiento
político55. El mismo Barker, de tan especial significación para el desarrollo
de esta materia y de la ciencia política en su país, llamaba la atención, en la
traducción que preparó de Gierke (v. nota 54), sobre las diferencias de enfoque
respecto a Francia y Alemania. Para él, en esos países, "la educación y la
especulación política han seguido generalmente líneas legales", mientras
"nuestra ciencia política ha derivado no de juristas o de profesores de
derecho, sino de políticos con talento filosófico o de filósofos con interés
práctico" 56. En Inglaterra, y dejando de lado al escocés Stewart por
demasiado remoto57, el pionero del estudio de las ideas políticas en su
trayectoria histórica, estrictamente contemporáneo de Janet o de Mohl, fue
Robert Blakey, autor en 1855 de una farragosa The History of Political
Literature from the earliest times, en dos tomos (el primero hasta 1400 y el
otro hasta 1700); proyectaba otros dos, relativos al siglo XVIII y al XIX hasta
su momento, respectivamente, que no llegó a concluir. El muy escaso interés del
ímprobo esfuerzo recopilador de Blakey radica en buena medida en su muy lata
concepción de "literatura política", pues daba cabida bajo esta
etiqueta a todo lo relacionado, directa o indirectamente, con el gobierno de la
sociedad civil, y en muchos aspectos también del gobierno eclesiástico,
incluyendo la administración de justicia, la producción de riqueza, el poder
político, incluso la información estadística (parece creer en la existencia de
una ciencia de la estadística en la Edad Media y de hecho incorpora un
auténtico catálogo de documentos de esta índole que abre con el decreto de
precios de Diocleciano)58. Su perspectiva temporal es también harto ambiciosa,
remontándose a las antigüedades egipcias, israelitas y púnicas. El primer
volumen lo estructura con una ordenación cronológica universal, o más
precisamente, occidental que acaba con la legislación y jurisprudencia
medievales y el pensamiento político escolástico. A su parecer ese momento
resultó especialmente importante en la evolución de las ideas políticas por
cuanto éstas estuvieron constantemente conectadas con los principios de la
ciencia de la moral (I, 455). El material del segundo tomo está ordenado por
países, ocupando el relativo a Inglaterra la mitad de su extensión. El criterio
dominante en este volumen es ilustrar el desarrollo de la idea de libertad de
conciencia y la de derecho de resistencia, pero en realidad es un mero catálogo
de autores y obras con no pocos errores de hecho. Tampoco faltan los de
apreciación: así por ejemplo, Hobbes merece sólo un par de páginas, perdido
entre decenas de obscuros teólogos de todo tipo (II, 142-143), mientras a De
Foe le consagra especial atención y estima algunos de sus escritos menores de
especial mérito sobre los principios abstractos de gobierno (II, 172-174). En
Italia, Maquiavelo (II, 266-273) le merece casi igual aprecio que Campanella
(II, 281- 286). En suma, una obra cuyo casi absoluto olvido no resulta falto de
fundamento y que sólo puede ser recordada al trazar una panorama genérico como
aquí se intenta. Cronológicamente no es posible dejar de mencionar, pese a su
enfoque muy parcial tanto en tiempo como 17 lugar, por su importancia crucial
para la consagración del canon británico, la obra de Leslie Stephen sobre el
pensamiento inglés del siglo XVIII59. En su resumen sobre el pensamiento
político, la primera cuestión que salta a la vista es el escaso aprecio del
autor por esta actividad: "Feliz es la nación que no tiene filosofía
política -escribe- pues tal filosofía es generalmente producto de una reciente
revolución o síntoma de una venidera" (II, 131). Aunque destina muchas
páginas a cuestiones que difícilmente encontrarian cabida en una historia
general de las ideas políticas (como el extenso resumen de la polémica
bangoriana sobre la tolerancia en las iglesias protestantes, episodio que tiene
al menos tanto de teológico como de político [II, 152-167]), Stephen fija de
forma estable el relieve del triunvirato orientador del pensamiento político
inglés del XVIII: Locke, Hume y Burke. Reconoce la incuestionable autoridad del
primero hasta la Revolución Francesa sin dejar ver sobre él criterio muy
elevado: "Su éxito se debió en parte al hecho de que, como la revolución
que justificaba, era un compromiso entre teorías incoherentes" (II, 135).
De Hume como escritor político no hace tampoco alabanza ("su poder como
destructor es sólo comparable a su debilidad como creador", II, 179). De
Burke, por el contrario, ofrece la más halagüeña semblanza en todos los
sentidos. En 1882 Frederick Pollock dictó en la Royal Institution un curso de
conferencias que fue el embrión de su brevísima pero notable historia aparecida
unos años después60, y reeditada y ampliada en ocasiones posteriores. Buena
parte de sus referencias procedían de la filosofía moral, pero en él es
claramente perceptible un criterio, aunque algo equívoco, de singular
importancia para la fijación del canon: atenerse a la influencia de los autores
en el curso de los hechos, según el juicio de los historiadores políticos, para
calibrar su importancia61. La idea estaba en parte en Stephen, pero después de
Pollock quedó establecida. Pollock fue, en cualquier caso, jurista antes que
otra cosa si bien en sus obras más tardías el interés por la historia fue cada
vez mayor (por ejemplo, en su The History of the English Law before the time of
Edward I, en colaboración con el traductor de Gierke, Maitland, y publicada en
1895). Su libro de 1890, que es lo que aquí interesa prioritariamente,
representa un mínimo desarrollo de la cuestión con una simple estructura de
cuatro períodos: Antigüedad reducida, realmente, al resumen de las dos grandes
figuras atenienses y un rápido vistazo a Cicerón; una proporcionalmente extensa
fase medieval y renacentista que de la lucha de las investiduras lleva a Hobbes
a través de Santo Tomás, Dante, Marsilio Paduano, Maquiavelo, Moro, Bodino y
Thomas Smith, incluido éste por mor de la fidelidad a lo propio; el siglo XVIII
queda estructurado por medio de Locke, Montesquieu, Rousseau, Burke y un
análisis genérico de la doctrina de los derechos del hombre y los principios de
1789; en el último siglo incluido en su resumen el criterio de presentación
cambia y más que de autores trata de escuelas (utilitaristas, Naturrecht, etc),
siendo la parte más deslabazada del conjunto. Al margen de algún juicio
llamativo como encontrar en Maquiavelo "por primera vez desde Aristóteles
la pura curiosidad desapasionada del hombre de ciencia", p. 42) el interés
del librito de Pollock radica en que en él se halla con gran exactitud la
sinopsis mínima del cuerpo de autores que la historia de las ideas desarrollaría
en el curso de los primeros años del siglo siguiente haciéndolo definitivo.
Antes de comenzar éste vio la luz una nueva obra que quizá no deba pasar
inadvertida pese a ser, como en el caso de Stephen, un resumen de tan sólo el
pensamiento político inglés: la de William Graham62. Era éste un abogado que
profesó jurisprudencia en el Queen's College de Belfast y autor de varios
libros con un amplio espectro de intereses (The creed of science, Socialism,
new and old). En su obra de pensamiento político adoptó también el criterio de
evaluar el interés de los autores en razón de su influencia real en la política
y decisiones de gobierno de su época respectiva, y analizando casi
exclusivamente una obra de cada uno de ellos (Hobbes, que desarrolla muy
pormenorizadamente, Locke, Burke, Bentham, Mill y Maine). Si el criterio parece
de cierta exactitud en lo que hace a los tres primeros no es tan claro en
relación a los restantes. De Bentham repara, sobre todo, en su influjo sobre la
codificación, de Mill dice expresamente que su influencia práctica -excepto en
los casos concretos de la reforma parlamentaria y la ley agraria irlandesa- fue
muy limitada ("una serie de quimeras (...) pero que no llevaron a ningún
resultado práctico", p. 347), y la importancia de Maine parece más
producto de la proximidad de perspectiva y el inagotable prestigio de Ancient
Law desde su primera edición de 1861, en particular 18 para un hombre de leyes.
Pero, ampliando a Stephen, dejó trazado el esquema de la historia del
pensamiento inglés que inmediatamente se desarrollaría en obras de carácter más
concreto, como las de Gooch o Barker, ambas de 191563 y en general toda la
serie "Political thought in England" editada por Home University
Library a la que pertenecen estos volúmenes después muchas veces reeditados.
Contemporáneo de Graham fue William Archibald Dunning (1857-1922), creador de
la historia de las ideas políticas en los Estados Unidos desde su cátedra de
Columbia. En tres sucesivas entregas, con notable intervalo entre ellas, publicó
una historia de las teorías políticas, cuyos respectivos subtítulos indican ya
su estructura cronológica básica (Ancient and Medieval, 1902; From Luther to
Montesquieu, 1916; From Rousseau to Spencer, 1921), y que en conjunto presentan
ya lo que podría llamarse el canon convencional. De las ideas generales de
Dunning en torno a la materia hay algunas que merecen ser destacadas. En primer
término su criterio sobre dónde fijar el origen del pensamiento político,
momento que él sitúa en el impreciso estadio cultural e histórico en que el
Estado se configura como algo diferente y estructuralmente más complejo que las
formas de asociación preexistentes64, pero igualmente cuando la política se
diferencia de concepciones legales, religiosas o morales, proceso que, por
cierto, considera exclusivo de los "pueblos arios europeos" y que
nunca se experimentó entre "los arios orientales" y sólo
ocasionalmente entre "semitas, judíos y sarracenos" (idem; xix-xx).
Aun así no resulta hacedero separar una historia de las ideas políticas de las
de tipo jurídico y ético, de forma que el relieve que se otorgue a uno u otro
aspecto condiciona el tipo de historia de las ideas políticas que se
desarrolla, prefiriendo él mismo la tendencia jurídica a la moral. En segundo
lugar, para Dunning la historia de las ideas políticas puede resultar un
conocimiento ficticio, por abstracto, separándola de la historia de los
acontecimientos políticos; una y otras son, para el autor americano, piezas
inseparables. Idéntico criterio informa la obra del continuador de Dunning en
la generación siguiente (había nacido en 1881), Raymond Garfield Gattell, un
autor conocido en España por haber sido su obra prontamente traducida el
castellano, 1937, (e igualmente al portugués, 1941). En su History of Political
Thought, de 1924, sostiene también la existencia de estrechos vínculos entre el
pensamiento político de una época y las condiciones políticas vigentes, por lo
que resulta imperativo el conocimiento de éstas. Con clara simplificación
apunta que las teorías políticas se desarrollan para explicar y justificar un
estado de cosas, una forma de autoridad, o bien para criticarlo con ánimo de
cambiarlo, y de ahí establece una esquemática clasificación del pensamiento
político en "conservador" o "crítico"65 . Pero, en
definitiva, lo que sostiene es que habitualmente "las teorías políticas
son resultado directo de condiciones políticas objetivas. Reflejan los
pensamientos e interpretan los motivos que subyacen a la efectiva evolución
política" (idem, 4-5). La tradición inaugurada por Dunning y Gettell
encontraría su continuación en la década de 1930 con las obras de Sabine y su
completo y conocidísimo resumen y con las de Brinton. Este último, además de su
relación con la 'New History' estuvo en contacto con las orientaciones que el
estudio de las ideas políticas conoció en Gran Bretaña hacia finales de los
años veinte. Elemento muy principal en ello fue Harold J. Lasky (también
miembro por algún tiempo de la neoyorkina New School en su primera época) quien
publicaba por entonces, con la editorial Ernest Bens una "Library of
European Political Thought" muy especialmente nutrida por obras y temas
franceses y de cuya amplitud de enfoque da cuenta, por ejemplo, la inclusión de
Cristianismo y Revolución Francesa de Aulard. Brinton trabajó en contacto
directo con Laski quien orientó su English Political Thought de 1933. De este
libro cabe señalar su apartamiento de lo que ya para entonces era un esquema
bien establecido de las divisiones del pensamiento británico del siglo XIX. Se
consideraban, en efecto, tres grandes momentos: uno de recelo hacia la
actividad estatal, correspondiente al utilitarismo y la economía política
clásica, otro de crítica al individualismo, centrado sobre todo en los
fabianos. Brinton adopta igualmente un esquema tripartito, pero de diferente
contenido: lo que llama revolución de 1832 en donde incluye a Bentham,
Brougham, Owen, Cabbett y Coleridge; después, bajo la rúbrica
"cartismo" agrupa a Mill, Cobden, Kingsley, Disraeli, Newman y
Carlyle, y finalmente los que llama "prósperos victorianos": Begehot,
Acton, T.H. Green, Spencer, Bradleugh, Morris, Maine y Kidd. Salta a la vista
lo impropio de estas agrupaciones 19 basadas en un principio puramente
generacional, del que hay cercano precedente en Somervell66 por medio del cual
se hace convivir expositivamente a Cobden y Newman o localizar a Carlyle bajo
la etiqueta "cartismo". El mismo contenido se puede encontrar en los
dos volúmenes de Murray67 quien da cabida además a otras figuras menos claramente
situadas en el campo del pensamiento social y político que pretende explorar
(como Ruskin o Matthew Arnold). Pero el interés de este autor está en otra de
sus obras68 y en su personalidad de pastor y discípulo de Gooch, Barker y
Laski. Su The History of Political Science. From Plato to the Present es obra
notablemente desigual dada la amplitud y el esfuerzo de actualización que
encierra. Su información es abundantísima, con extensas bibliografías y
referencias (como Sombart, Tarde o Veblen) que en principio no son de esperar
en un autor de sus características. En ocasiones sigue sus fuentes demasiado
directamente, así trata de forma amplia y con buen criterio autores españoles
(Suárez, Vitoria, Mariana, Baltasar de Ayala) pero es evidente que su conocimiento
es de segunda mano y básicamente extraido de las obras de Nys sobre la historia
del derecho internacional, sobre todo de Le droit des gens et les anciens
jurisconsultes espagnols, 1914. De cualquier manera las tres cuartas partes
primeras de la obra, siendo con mucho las más trabajadas y mejor desarrolladas
no salen de lo convencional, excepto en la inclusión de algún autor poco
frecuente en obras generales, como Wiclef o los discípulos de Calvino. La
originalidad está en la última parte donde dedica un capítulo a "los
profetas en política" en el que trata de Mazzini, muy extensamente, y de
Marx (al cual vuelve a incluir en el específicamente dedicado al socialismo).
La puesta al día quiere ser tan completa (no hay que olvidar que el libro se
redacta hacia 1925) que no sólo da cabida a un confuso y asistemático resumen
sobre Lenin y el leninismo, sino a Duguit presentándolo como corporativista
antiestatista. En conclusión, hacia 1930 el canon de contenido y autores de la
historia de las ideas políticas contaba en Gran Bretaña con suficiente
estabilidad y aceptación como para darlo por definitivo no sólo en líneas
generales sino en los detalles. La disciplina contaba con suficiente presencia
académica, creciente número de publicaciones y comenzaban a prodigarse los
manuales de tipo puramente didáctico. Ejemplo conjunto de lo primero puede ser
la larga serie de ciclos de conferencias auspiciadas por Hearnshaw en el King's
College londinense y luego publicadas bajo su dirección, cubriendo toda la
evolución de la historia de las ideas políticas desde la Edad Media (período en
el que el editor era especialista) con alguna circunstancial proyección hacia
otros campos del pensamiento (Medieval contribution to Modern Civilization,
1923; The Social and Political Ideas of some Great Medieval Thinkers, 1924; The
Social and Political Ideas of some Great Thinkers of the Renaisance and the
Reformation, 1925; The Social and Political Ideas of some Great Thinkers of the
Sixteenth and Seventeenth Centuries, 1926; The Social and Political Ideas of
some English Thinkers of the Augustean Age, 1930; The Social and Political
Ideas of Some Representatives Thinkers of the Revolutinonary Era, 1931; The
Social and Political Ideas of some representative Thinkers of the Age of
reaction and reconstruction, 1815-1865, 1932; The Social and Political Ideas of
some representative Thinkers of the Victorian Age, 193369. El género
"manual" contaba ya con adecuados precedentes americanos (eso son,
más que otra cosa, los libros de Dunning o Gettell y qué decir del por entonces
en gestación de Sabine), pero su arquetipo en Inglaterra se podría ver en el
publicado por Doyle hacia iguales fechas70 y en uso todavía un cuarto de siglo
después tras las consiguientes reediciones. Habría que recordar que el libro de
Doyle y el de Mosca son estrictamente contemporáneos y que, por tanto, estaba
en curso por entonces en Italia el proceso de formalización e
institucionalización de la disciplina que queda resumido páginas más arriba,
reflejando ambas cosas distintas manifestaciones, determinadas por las diversas
tradiciones culturales y contextos intelectuales, de la misma fase en la
consagración académica de la historia de las ideas políticas. Pese a las
explicables variantes nacionales, y pese también a cuanto en él haya de
objetable y discutible, el corpus de autores establecido por la práctica de la
historia de las ideas políticas es sólido y coherente. Esa solidez viene dada
no sólo por la persistencia y relevancia universalmente estimada de las
principales figuras que lo forman, 20 sino por la acorde delimitación de su
contenido y de lo que queda fuera de él. Este aspecto resulta claro si se
contrasta, por ejemplo, con el canon de la historia de la filosofía política
tal como lo presentan Strauss y Cropsey. Aunque hay un amplio margen de
coincidencia respecto a las figuras que ellos incluyen y las que se incluyen en
los tratados generales de historia de las ideas políticas,
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